viernes 29 de marzo del 2024
ACTUALIDAD 15-10-2016 16:21

Juan Tonelli: el lado B del novio de Gabriela Michetti

"Comí sólo frutas y verduras crudas durante dos años". Galería de fotosGalería de fotos

El primer intento como escritor de Juan Tonelli  fue un fracaso. El único crítico de esa obra inconclusa fue él mismo que, en su obsesión por ocupar el primer puesto en el ranking literario del New York Times, destruyó cada borrador. La historia de autoexigencia se repite en el pasado de la pareja de la vicepresidenta Gabriela Michetti. Su primer gran logro fue a los 17 años, cuando se coronó campeón argentino de squash. A partir de entonces, las metas serían proporcionales a las caídas.

Hombre de aspiraciones siderales, quiso ser un gurú de la dieta comiendo sólo frutas y verduras crudas y cayó en un trastorno alimenticio del que le costó años salir; dedicó una década de su vida a intentar tocar como el prestigioso pianista argentino Daniel Barenboim, y nuevamente fracasó; nieto de un ex rector de la UBA y pariente lejano de Eva Perón, soñó con ser Presidente, sin demasiada suerte.

De esas experiencias que lo llevaron a décadas de análisis e introspección, Tonelli forjó, sin quererlo, a un entusiasta escritor. Fruto de esas vivencias, acaba de lanzar su ópera prima, “Poder ser” (Editorial Grijalbo), una serie de historias inspiradas en la vida real y con guiños autobiográficos desde la que aborda temáticas diversas como el miedo, la ansiedad y la incertidumbre, el amor y el sexo.

—¿Qué temas aborda en su libro “Poder Ser”?

—Todos los temas que trato tienen que ver con el ser, con cuestiones existenciales que nos condicionan en la vida. Cómo hacer para romper los paradigmas culturales y los mandatos para ser lo que verdaderamente deseamos. El libro explora a través de relatos el amor, el poder, la incertidumbre, los mandatos, la infancia, la libertad, el sexo, historias que abordan esos temas frente a lo que se espera que seas y lo que verdaderamente le pasa a la persona.

—¿Es autobiográfico?

—Son historias reales en su mayoría, donde uso nombres ficticios. Algunas son autobiográficas. Escribo poco acerca del poder, porque hay cuestiones que conozco desde mi lugar de observador que serían muy difíciles de que no se filtren.

—¿Se siente identificado con la categoría “autoayuda”?

—A mí no me gusta ese nombre, lo combato mucho. Es un libro que trata de mostrar problemáticas de personas que en el fondo son reales. Tengo un blog y una página de Facebook en la que me siguen cientos de miles de seguidores que se sienten identificados con las historias. Muestro un problema y lo pongo en perspectiva con un enfoque que trata de ser positivo, pero no te doy una solución. En cambio, la autoayuda te da un camino para llegar a la solución. Para mí el tema es descubrir quién es uno para descubrir el camino a seguir.

—¿Qué formación tiene?

—Estudié Administración de Empresas. Antes fui deportista y campeón mundial de squash. Empecé a los 13 años y a los 17 fui campeón nacional. Al ser un deporte individual dependía todo de mí. Siempre fui autoexigente, soy muy competitivo. Cuando llegué a quinto año tenía condición de jugar afuera pero no tenía un milímetro de margen en mi casa. Hijo de padres odontólogos y nieto de un rector de la UBA, el deporte era un pasatiempo para mi familia. Fue muy frustrante para mí porque estaba muy conectado con el deporte. Elegí una carrera que me gustaba y que no me complicaba la vida. Vivía un semestre entre Londres y Australia jugando al squash y otro semestre estudiando en Buenos Aires. No hacía ni una cosa ni la otra. Fue una época difícil. Somatizaba la presión con lesiones. Me fue bastante bien, pero era difícil viajar con la hiperinflación. Llegué a estar 91 en el ranking participando en apenas cinco torneos.

—Entonces, ¿cedió al mandato familiar y se abocó al estudio?

—Sí, después entré a trabajar en una gran empresa y leí un libro que me partió la cabeza, que se llama “La Nueva Antidieta” y apunta a ser más que vegano, a comer sólo frutas y verduras crudas. Empecé a leer a las 22:00, terminé a las 6:00 y tomé la decisión. Me fui a vivir en Estados Unidos estudiando en el instituto que enseñaba ese tipo de alimentación, en Austin, y me generó un trastorno alimenticio que en ese momento no tenía nombre y hoy se llama ortorexia, que es la obsesión por comer perfecto. Genera que tu rigidez y exigencia por comer perfecto haga que no puedas vivir en el mundo real. Derrapé mal. Empecé en 1993, toqué fondo en 1995 y recién me recuperé en 1997.

—¿En qué consistía la dieta?

—Durante dos años comí sólo frutas y verduras crudas con agua. Eso degenera en una enfermedad que te provoca atracones. Como tenés tantas prohibiciones, el día que comés un chocolatín no podés parar. Lo psicológico deviene en lo orgánico, porque el estómago no lo soporta. No comía nada en un asado, pero probaba un pedacito de torta y eso me llevaba a comer la torta entera más el asado. Era un desastre. Ahora lo cuento y me río, pero en ese momento sentía que me iba a morir. El día que viajé a Estados Unidos para profundizar mis estudios, llego a Miami y tenía que ir hasta Austin en micro. Eran tres días de viaje. El micro paraba a las dos de la mañana en un pueblo perdido donde sólo había hamburguesas, panchos y papas fritas. Por lo cual me salvé con las pocas reservas que tenía. Pesaba 56 kilos y ahora peso 80, en 1,80 metros de altura. Llego a Austin de madrugada, siendo que prácticamente no comía hacía dos días y medio, y cuando abre el supermercado me comí 12 paltas de desayuno. Salí cuando toqué fondo, porque estaba mucho peor que cuando empecé a alimentarme así. Vivía para ver qué comía; los atracones me destruían la voluntad y el estómago.

—¿Le resultó difícil salir de ese tipo de alimentación?

—La adicción con la comida es muy jodida porque si uno tiene problemas con el alcohol, las drogas o el cigarrillo uno lo abandona y punto. Pero en el caso de la comida, es una necesidad porque uno no puede dejar de comer. Mi sueño era no tener que comer nunca más. Cada vez que me sentaba a comer no sabía dónde terminaba, si respetaba la dieta o me comía tres heladeras. Al principio era feliz, el campeón mundial de la dieta, al año era un drama y después aparecieron los problemas gástricos. Toqué fondo cuando no podía salir y me entregué.

—¿Cómo hizo para volver a la normalidad?

—Tuve que desandar el camino porque había estudiado dos años a fondo. Iba a las bibliotecas a buscar archivos desclasificados de cómo se habían definido los cuatro grupos alimenticios en 1930 que era un acuerdo de sectores en el que nadie miraba la salud sino que era un acuerdo político. Quería volver a comer como un ser humano normal y no ir de un extremo al otro. Fue un proceso de aceptación largo. Tuve que dejar de pensar qué tenía que comer e incorporar todo.

—¿Qué come hoy?

—Como bastante sano. Desayuno frutas con mate. Almuerzo liviano porque el estómago no me quedó bien. Y en la cena como más pero siempre son menúes saludables.

—-¿Y cómo concilia el tema gastronómico con Gabriela?

—Ella nunca fue fundamentalista como yo. Se cuida porque con la política y su condición de silla de ruedas toma algunas medicaciones que la complican mucho.

—¿Hace actividad física?

—Dejé el squash, pero seguí muy vinculado al deporte como entrenador hasta que dejé a los 40 en un partido amistoso porque me dolía mucho el pecho y quedé en terapia por un día. Decidí dejar de jugar. Hago natación, voy al gimnasio y practico el yoga bikram, a 42 grados de temperatura con 26 posturas muy exigentes, de fuerza, durante 90 minutos. Ahora lo hago una vez por semana aunque durante años lo practiqué tres.

—Por lo visto, es bastante obsesivo…

—Digamos que soy intenso, es más canchero (risas). En mi locura, cuando estaba entre la facultad y el squash, me di cuenta que la pasión de mi vida era la música. Empezar a tocar el piano a los 19 era absurdo. Y yo quería tocar música clásica y mi referente era (Daniel) Barenboim, imaginate el delirio.

—Siempre apuntaba alto...

—Así fueron los palos, proporcionales a las metas (risas). Con el piano me pegué otro palo porque quería ser el mejor. Me di cuenta que no lo iba a poder ser y que Barenboim había empezado a los tres años, tocó 20 años, tres horas por día, no había manera de igualarlo arrancando a los 19. Tardé tres años en darme cuenta. Estudié otros 10 y dejé. Tenía un maestro excepcional, siempre buscaba tipos que fueran geniales en lo que hacían. Un día me invitó a tocar Appassionata de Beethoven, mi sonata preferida. En mi oído tenía la versión de Barenboim, era como esperar ver a Messi y ver un video tuyo jugando al fútbol. Me decepcioné porque el profesor tocaba bárbaro, pero no como Barenboim. Así que descubrí que no tenía ninguna oportunidad. Pasaron cuatro años y toqué jazz. Más rápido me di cuenta que no iba a funcionar. Después apareció la escritura y me fui para ese lado.

—¿Cuál es su vínculo con la política?

—Siempre me gustó mucho. Mi abuelo fue rector de la Universidad de Buenos Aires con Perón, Alberto Banfi. Y mi prima hermana es la sobrina nieta de Eva Perón. El peronismo era monedad corriente. Me di cuenta que me gustaba la política cuando me estaba recibiendo de administrador de empresas. A fin de 1997 se crea el Instituto Nacional de Formación de Dirigentes Políticos, en pleno menemismo, con mucho presupuesto y los mejores profesores. Veo un aviso en la página 60 de Clarín donde llaman a la selección de alumnos. Así como ocurrió con la ortorexia, me anoté para quedar primero. Pensé que era mi trampolín a la presidencia. Había 600 aspirantes y sólo entraba 100. Pero 80 eran cupos para quienes trabajaban en el Congreso y los restantes 20 para independientes. Quedé y empezó una lucha encarnizada porque todos querían ser los mejores. Después de un año durísimo saco la medalla de oro. Me entrega la condecoración Menem y me invita a formar parte de su gobierno. Fue lo último que estudié formalmente. A partir de entonces, mis crisis me llevaron a leer vorazmente libros que tuvieran que ver con aliviar el sufrimiento.

—¿Así llegó a la escritura?

—Fue el origen del libro que acabo de lanzar. El escritor que más me marcó fue Anthony de Mello que era un sacerdote jesuita que vivió en la India y era psicólogo. Cuenta cuentos de seis renglones que te parten la cabeza. Pasé por varios terapeutas para saber qué hacía con mi propia locura. Hice un recorrido no académico pero que en recursos, tiempo y calidad invertidos, fue mejor que ninguna carrera. Cada crisis mía refuerza el interés sobre esos temas para saber cómo salir adelante.

—¿Cuál fue su última crisis?

—La última y más grande fue la crisis de los 40. Pero empezó antes, como soy tan ansioso... (risas) a los 37, fue un proceso larguísimo hasta los 43. Fue una crisis 360 grados de laburo y separación.

—¿Tiene algún referente dentro de la escritura?

—No tengo ningún escritor con el que me sienta identificado. Hay estrellas de temas así, Paulo Coelho saca un libro cada dos años. En Adulterio, lo que él tarda 300 páginas en contarte yo te lo cuento en ocho y te produzco el mismo efecto ¡Qué arrogante podés decir, Coelho vendió 300 millones de libros y este pibe no vendió nada! A lo que voy es que no es un modelo para mí. Es a full escritor, y en mi caso es algo que hago en parte de mi tiempo. Por eso me gusta hacer los videos en vivo, me siento cómodo porque la gente está chocha. No tengo claro el formato aún. Exploro los problemas del ser humano. Mi desafío es la capacidad de síntesis, no por los tiempos de Internet, sino porque me cansan las cosas... ¡por la velocidad a la que voy!

—¿Qué lo une a Gabriela?

—Nos unen muchas cosas, más allá de que tengo en claro que la política no es para mí. Es dura e ingrata y me gusta esto que hago. La pasión también nos conecta. Gabriela es un personaje tremendo, se quedó a los 29 en una silla de ruedas, con problemas posteriores y es un espíritu indómito. Tenemos un punto de encuentro enorme ahí. Siempre bromeamos que entre los dos tenemos ocho abuelos italianos, nuestras peleas son homéricas. Hay un libro de Félix Luna que se llama “Los Caudillos”, donde cuenta a distintos próceres, entre ellos, a Horacio Quiroga, y dice: “Nunca fue moderado, ni en el bien ni en el mal”. Nosotros no conocemos el mal, pero sin duda la moderación tampoco. Nos conocimos compartiendo un grupo de oración, todavía casados ambos, y nunca me imaginé que me iba a separar y a terminar con una mujer en silla de ruedas y menos que iba a ser vicepresidenta. Así es la vida, por más que uno la planifique, está llena de sorpresas.

por Diego Esteves

Fotos: Ernesto Pagés

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