miércoles 11 de diciembre del 2024
ACTUALIDAD 25-11-2016 08:05

María, la hija de Miguel Angel Solá, en Budapest

“Mi padre me enseñó a mirar a los ojos". Galería de fotosGalería de fotos

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No me pongáis nerviosa. Sé que en todos lados tiene uno que presentarse. Es sinónimo de cortesía, de buena educación y aunque ahora mismo esté en una cafetería dónde nadie tiene porqué conocerme, sé que quizá haya alguien por ahí a quien le gustaría hacerlo. El caso es que presentarme nunca se me dio demasiado bien. Bueno, el “Hola” sí, el “Hola” me salía bien. De hecho es una palabra que digo mucho, aunque a veces nadie me conteste u otras veces lo hagan con demasiada efusividad. La parte de “soy…” ya no me salía tan bien. Vamos a ver, uno no puede reducir todo lo que es a un nombre y un apellido. Lo correcto sería decir “Hola, me llamo…” y lo que venga después. Pero “Hola, ¿soy…?” creo que mi tirria hacia las maestras de preescolar comenzó el día en que tuve que presentarme a todos mis compañeros. Luego continuó con lo típico: alguien que te roba las pinturas, un niño que te rompe la bolita de barro que tú con tanto amor has amasado para tu madre… y etc. Los malos sentimientos comienzan a manifestarse cada vez desde edades más tempranas. No me entraban ganas de decir mi nombre, me entraban ganas de contar que estaba aprendiendo a tocar el piano, que me gustaba El Hobbit y que mi mejor amiga era “Flequi”; una chinchilla preciosa que mis padres me regalaron por mi sexto cumpleaños. Pero no, yo tenía que decir mi nombre y también mi apellido… y mi color favorito, y mi comida favorita y “qué eran mis padres” (He aquí otra pregunta mal formulada porque “¿Qué son tus padres?” Cuando eres pequeño son el mundo entero, ni médicos ni empresarios, si no héroes). “Tirria” (N.R: Sentimiento de antípatia hacia alguien o algo.)es una palabra que le he escuchado varias veces a mi madre, porque en mi casa no se habla mal. Así denomino al primer sentimiento negativo que presencié crecer en mí; tirria. Después de que la pregunta “¿Quién soy?” me persiguiera como un fantasma durante años, llegué a la conclusión de que uno es muchas cosas, no solo un “quien”. No se puede decir “Hola, soy una chica de veinte años, mido 1,73, tengo el pelo castaño y los ojos marrones…” Y no, uno no es una edad, tampoco un color o una estatura. Todo mal, todo, mal. ¿Os parece bien si paso del “Hola, soy…”? A cambio prometo hacerlo entretenido y no robar más tiempo del absolutamente necesario.

Vivo en Madrid, pero nací en la ciudad de Buenos Aires. Corría el año 1996. Nunca supe bien si nací en verano o invierno porque en España agosto es el verano en pleno apogeo, pero en Argentina pasa a la inversa. Tuve que nacer ya confundida y quizá por eso a día de hoy no entiendo muy bien de términos medios. Lo que sí sé es que soy nacida en miércoles. Cuando averigüé esto dejé a un lado mi gran dilema sobre haber nacido durante un mes de verano en invierno, o durante un mes de invierno en verano. Hasta ahora no se lo había dicho a nadie, pero investigué mucho sobre los nacidos en miércoles. Dicen que somos muy nobles, pero a mí lo que realmente me fascinó fue pensar que tenía algo que ver con la hija mayor de “Los Locos Adams”, hasta que descubrí (gracias a mi cuidadora) que la palabra “miércoles” en argentino tenía un significado un poco turbio, así que pensé que tampoco era buena palabra con la que sentirse identificada. De nuevo, crisis de identidad. Como iba contando, en Buenos Aires, Argentina, el 14 de agosto de 1996, Blanca Oteyza (mi mamá) acababa de dar vida a un bebé rechoncho de casi cinco kilos de peso, con una cresta punkie y mirada asesina. Mi padre, Miguel Angel Solá, me agarra sujetándome solo con la palma de la mano. Según me contaron nos miramos muy serios y durante mucho tiempo, un acto que se prolongaría indefinidamente a lo largo de mi vida cada vez que mantuviéramos una conversación. En ese momento no sabía que estaba aprendiendo algo muy valioso, pero así era; mi padre me estaba enseñando a mirar a los ojos.

En fin, yo era un bebé dramático. Lloraba una media de 47,2 veces al día y eso era cuando mis padres no tenían teatro. Lloré tanto y tenía siempre tanta hambre que mi padre llegó a pensar que me pasaba algo serio.

Cuando era pequeña (y aún de vez en cuando) mi madre me regalaba un libro cada semana como recompensa por haberme portado bien y mi padre me contaba todas las noches historias que inventaba, las cuales solían incorporar un personaje “malo” que con amor, cariño o comprensión acababa volviéndose bueno ya que a menudo lo único que le pasaba era que se sentía solo. Esto eran las noches de los domingos o los lunes, cuando mis padres no tenían teatro. Cuando sí tenían teatro (el resto de días del año con dos o tres funciones por día) hacíamos mi bolsita, agarraba una libretita y un lápiz, preparábamos comida en un tupper (una vez a la semana pizza) y nos íbamos a función. Yo me sentaba al borde del escenario a dibujar o escribir palabras con las faltas de ortografía características de una niña de siete años mientras ellos ensayaban, se hacían pruebas de sonido y de luces. Mucha gente dirá lo contrario, pero no hay nada más bonito que un teatro una hora antes de la representación; el equipo corría por todas partes, las cosas se rompían y había que arreglarlas, yo me escondía “entre patas” molestando a los técnicos y vestuaristas (a los que, por cierto, adoraba) y me escondía, observaba el escenario y al borde, en el proscenio, la nada. A veces da la impresión de que el mundo es de la persona que está ahí arriba. La muerte de un actor tiene que ser algo parecido al saludo final de una función, con la luz de foco apuntándole solo a él, aplausos que se escuchan por alguna parte pero al frente del escenario un abismo demencial. Eso es el teatro; una propuesta de fuga. Cuando empezaba la función un letrero con luces de neón rojas se encendía, indicando que estábamos “En el Aire”. Todas las puertas se cerraban, el teatro inmenso se quedaba en silencio, y comenzaba la música… Siempre, siempre comenzaba con música. Cómo yo solía saberme los diálogos de memoria, me tumbaba en una especie de camita improvisada que había en el desván justo encima del escenario, apoyaba la cabeza en el suelo y escuchaba la voz de mis padres. Y así me quedaba dormida. Y soñaba, soñaba hasta que la función terminaba y tocaba volver a la realidad.

Pero este texto no cuenta la historia de mi vida, porque aún no sé que será mañana, pero tampoco lo espero. Puede tocar cualquier cosa; la vida es la mayor lotería que existe. Me gustaría describir de qué forma comienza una pasión y creo que sería bueno hacerlo con un ejemplo. Puede que ninguno se haya parado a pensarlo, pero la vuelta del colegio a casa es un momento clave en la vida de un niño. Durante la vuelta del colegio a casa pasan cosas muy importantes: el primer beso, la primera paliza, el primer pretendiente, el primer insulto, el hogar estable, el hogar convertido en infierno, la madre enfadada porque la tutora ha llamado, un accidente en moto, un animal enfermo… La vuelta del colegio a casa marca la vida de muchas personas y designa los actos y los hechos por los que esa persona se guiará y será reconocida. Son marcas, huellas de identidad; una vez más la enorme lotería. Yo recuerdo una tarde especial volviendo a casa del colegio. Eran las 17:15. Había salido de clase a las 17:00 y como siempre me esperaba un sandwich de dulce de leche sobre la mesa de la cocina. Lo engullí después de liberarme de los leotardos horribles que me dejaban marcas en todo el trasero y que las pobres niñas hemos estado obligadas a usar desde tiempos lejanos (otro mal indiscutible en la lotería de la vida: los leotardos, medias, calzas… lo que sea, dos calcetines largos unidos, que cuando acabé secundaria no volví a ponerme en la vida, ni por navidad). Descalza, con la falda escocesa y el polo del uniforme subí a mi habitación esperando encontrar encima de mi cama alguna muñeca, un pony de juguete, una barbie… (uhg), pero en vez de eso encontré la carátula de un CD con el dibujo de un barco amarillo. Sobre ella, descansaba un post-it (también amarillo) que rezaba “Estos eran los chicos buenos de mi época.” firmaba papá. “Con que esto es un CD…” pensé. Bajé corriendo al salón de casa con el redondel en forma de Donut enganchado a mi dedo índice. Miré hacia todas partes… Nadie podía hacerme daño ahora que tenía un CD. Encendí el único radiocaset que había en toda la casa (a decir verdad el único aparato electrónico que había en toda la casa), coloqué el disco, puse el volumen a tope y me coloqué en medio del salón esperando a que una bomba destruyese el planeta. Comenzó a sonar por toda la vivienda. Con los ojos desorbitados miré la estancia vacía y entonces comprendí. No era un CD, era mi primer disco. Y no eran unos chicos; eran los Beatles.

La pasión nace de la excepción. Cuando uno conoce a alguien haciendo lo que más le gusta pasa, algunas veces, que se enamora…

Comencé a redactar para la revista “Le Cool Magazine Madrid” y “Le Cool Barcelona” cuando tenía 18 años, por pasión, absolutamente por pasión. Cubro diferentes campos; comencé con teatro, pasé al cine, me quedé en música y ahora me encargo de la sección de moda y, de vez en cuando, escribo la crítica de algún libro. Como la revista es semanal, cada semana hay dos o más eventos a los que acudir y reseñar. Esto lo compagino con la universidad. En época de exámenes es algo más complejo, pero mi jefa es una crack y me deja un mayor margen de “modus operandi”. Me tocó cubrir el concierto de un cantante el día antes de un exámen final, esta vez el “margen” no me fue concedido y tuve que acudir al concierto de todas formas ya que me habían reservado pase de prensa.

Ya antes hablé de las facultades mágicas de un escenario, como los escenarios transforman a las personas. Lo que no sabía era hasta que punto una persona podía transformar un escenario. ¿Qué pasa si un escenario pertenece a alguien? Cuando uno conoce a alguien haciendo lo que más le gusta a veces se enamora, y a la salida del espectáculo ya no somos público y lo que queda únicamente es la memoria individual de cada uno. Alguien se acercó a mí porque quería felicitarme por mi pasión escribiendo. Yo ya le había felicitado por la suya a modo de reseña. Tenía un exámen al día siguiente y lo único que hice aquella noche fue escuchar a Bob Dylan tumbada en el suelo de un garage junto a mi compañero. Suspendí la asignatura, obvio. Pero qué se le va a hacer… uno se enamora y así son las cosas.

Lo que quiero contar con esto es que la manera más sincera de demostrar amor es a través de lo que uno más ama en este mundo. En su caso fue la música, en el mío la escritura. Ese día yo escribí para él y él tocó para mí; todo el mundo lo vio, pero solo nosotros lo supimos. Todos somos vulnerables hacia ciertas cosas, es verdad que cuando uno entrega algo pierde una parte suya, pero en el amor se gana… se gana mucho más. Y me refiero a todo tipo de amor, sobretodo al familiar.

Recuerdo que la primera y última cosa que robé fue un alfajor (apenas tenía tres años y estábamos dejando Argentina, supongo que quería llevar conmigo un trocito de su sabor). En cuanto mi madre se dio cuenta de lo que su pequeño Buda escondía con tanto afán me obligó a devolverlo enseguida. Yo me disculpé, muy arrepentida. Recuerdo muchas primeras veces, de muchas cosas. Me gusta recordar este tipo de momentos porque generalmente el principio ya te desvela más o menos como será el final; lo mismo pasa en el cine. Si soy sincera diré que no recuerdo la primera vez que fui al cine, pero lo que sí recuerdo fue como creció en mí esta admiración hacia la gran pantalla. A los 15 años ya había estado en varios rodajes y platós, había visto a mis padres en 16:9 varias veces y en mi casa siempre se ha hecho muchísima apología al cine, aunque fuésemos más “dramaturgos” que “cinéfilos”. Pero mi verdadero amor por el cine no nació un día de un arrebato, ni por una película en concreto, ni por una idea. Fue una semilla que alguien plantó en mi cabeza y que fue echando raíces hasta salir a la superficie; una idea sumergida que transformé en modo de vida. En realidad, fue gracias a mi madre. Digo que no puedo recordar la primera vez que fui al cine porque nací yendo al cine. Desde que tengo uso de razón mi madre me llevaba de la mano a ver películas, al menos dos o tres veces por semana. A veces yo la acompañaba a ella, a veces ella me acompañaba a mí. Y he de admitir que había días en los que me quería quedar en casa, no entendía las películas, me parecían aburridas, me daban miedo o me causaban demasiada impresión. Cada año era un poco mejor. Y ahora llega la parte de los Oscar. Todos los años, absolutamente todos, la ceremonia de los Oscar se vive en mi casa como una gran fiesta a la que todo el mundo está invitado. Mi madre nos obligaba a ver todas las películas nominadas semanas antes de la ceremonia y si conseguíamos visionarlas todas, podíamos quedarnos hasta las siete de la mañana viendo la gala, y ella nos redactaba una nota para al día siguiente faltar al colegio; las maestras se acostumbraron. Y así todos los años, dotando al cine de una importancia singular. El día que supe que lo que quería estudiar era cine, fue el día que vimos “Cinema Paradiso” de Tornatore. Una de sus películas favoritas. El mejor final en la historia del Cine. Todos esos “besos censurados” me atraparon el corazón y me abrieron la cabeza en dos. A partir de ahí comencé a ver cine independiente, cine clásico, películas buenas y dejé lado el cine comercial. El verano antes de terminar el colegio tuve una charla con mi madre en la playa, porque estaba muy confusa con respecto a lo que me quería dedicar. Quería estudiar periodismo, porque sentía que “Era lo mío”. Pero sin embargo el cine había ocupado un espacio gigantesco en mi forma de ser y ver el mundo. Lo amaba y quería saber qué había detrás de esos momentos embotellados, por que ¿De qué sirve cada momento si no podemos guardarlo en una cajita y sacarlo para observarlo, revivirlo o mimarlo cuándo queramos? La tristeza de comenzar algo sabiendo que va a terminar. La tristeza de terminar algo sin saber ni cómo empezó. ¿Qué hacemos con toda esta angustia vital? La respuesta puede sonar algo utópica, pero la solución está en el cine. Por que el cinematógrafo es esa cajita que guarda los momentos. Es de lo que se encarga, son su objeto de estudio y los cineastas son las personas que eligen el momento exacto que quieren guardar. Por si nunca lo habíais pensado, a parte de todas las maravillas que alberga el séptimo arte, el cine nos da esperanza ya que nos muestra cómo han sido las cosas, cómo son y cómo podrían ser. Así que comencé la carrera de Comunicación Audiovisual (especializada en cinematografía) en la UCM de Madrid. Es la universidad pública más grande que hay en España. ¿Pude haber ido a una privada? Sí. ¿Pude haber conseguido un trabajo en el cine sin necesidad de tener una carrera? Sí. Pero no es como me han educado. Las cosas se consiguen con esfuerzo, constancia y ganas. El “Don” o “Talento” es simplemente algo que ya tienes ganado, algo que te ayuda, y con esto me estoy refiriendo a todos los que se hacen llamar “genios” y no lo son en absoluto. El verdadero reconocimiento tiene que venir de la lucha, del esfuerzo, de la constancia, de apostar cosas, más aún; de apostarse uno mismo. Mi padre me ha hablado de tantas cosas que sinceramente me es imposible almacenarlas todas. Pero cuando pienso en él, lo escucho dentro de mi cabeza diciendo “Escribe, escribe María, escribe.” Es, sin duda, la frase que más veces me ha dicho en la vida. Tampoco puedo contar la cantidad de libretas tamaño bolsillo que me ha comprado para que yo pudiese llevarlas allá dónde fuera. Incontables libretas. Hasta podría decir que me sobran. Por otro lado siempre tengo a mi madre regañándome por la falta de constancia y fuerza de voluntad que me asalta algunas veces “¿Tú te crees que te va a venir la idea así, por ciencia infusa? La inspiración tiene que pillarte con el culo en la silla.”

Hay una frase de la película “Little Miss Sunshine” que siempre me ha encantado y que me gustaría compartir, dice así: “El verdadero perdedor no es aquel que no gana. El verdadero perdedor es aquel que tiene tanto miedo a no ganar que ni siquiera lo intenta.” Yo creo que esta frase resume lo que me han intentado inculcar durante toda mi vida; lo importante es pelearla y pelearla, y aún cuando crees que no puedes más, o te faltan las ganas, hay que seguir. Seguir siempre. Porque el mundo es de los que lo intentan. Si no lo intentas, no te va a caer una estrella divina del cielo. Uno tiene que ser la máxima expresión de sí mismo, “radicalizarse” con respecto a esto, y ahí va un consejo propio: sé lo mejor que puedas ser, siendo tú mismo. Sé tu mejor versión e intenta mejorarla todos los días. Y verás como siempre se puede avanzar, aunque uno pase mucho tiempo estancado, pero por suerte o por desgracia todo en la vida pasa, y esto también pasará. Cuando era niña tuve que pasar momentos bastante feos en el colegio, y hasta que me fui a la universidad y encontré gente de “mi especie” sufrí bastante. Los niños pueden hacer mucho daño y a uno estas cosas lo marcan de por vida. Yo admito que fui una niña mimada, sí. Pero una niña mimada para ser buena persona. Siempre he detestado las injusticias, la violencia, el machismo y la ignorancia. Son cosas que me ponen enferma y no puedo ni debo evitarlo. Soy así. Se me ha educado para crear, no para destruir. “Tengo que hacer algo con los derechos humanos, tengo que hacer algo con los derechos humanos…” no puedo encender la televisión porque las noticias me dan ganas de vomitar. Así somos los jóvenes, creemos que podemos cambiar el mundo… ¿Y qué tiene de malo? Pero antes de arreglar el planeta tenemos que ocuparnos de nosotros mismos, tenemos que ser “egoístas” en el buen sentido de la palabra. Tenemos que esforzarnos por ser mejores personas y así contagiar a los demás. Hay que premiar la justicia, no la injusticia. Hay que recompensar a las buenas personas, no a los maltratadores. Hasta que no entendamos esto no podremos cambiar nada. Pero mientras tanto trato de mirar a mi al rededor, agradecer a la gente que me quiere y forma parte de mi vida. Y en esos momentos en los que dejo la rabia de lado, me siento a disfrutar los cambios de estación, y me da por pensar que, después de todo, el mundo no es un lugar tan malo.

Por María Solá Oteyza

FOTOS: Irene Bragado Navacerrada

Agradecimientos: Sitio Web: Le Coll Madrid y Le Cool Barcelona. Instagram: @mmerylight

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