Mi vida, de alguna manera, siempre transcurrió en una cocina. La de mi abuela, donde el olor de la comida casera se mezclaba con la costura, la de mis padres, donde crecí entre voces familiares, hornallas encendidas y tareas escolares. La de mis amigas, escenario de confesiones y mates. Y la mía, que se abre generosa al living y al comedor, permitiéndome vivir la casa entera desde ahí. Cocinar me encanta, me conecta. Hay una alquimia en eso de transformar ingredientes en algo que nutre, emociona y une. Por eso, para mí, la cocina es mágica. Y diseñarla, una forma de honrar todo lo que representa.
Hay una frase que dice: “La cocina es el corazón de la casa”. Y no lo dudo ni un segundo. Es mucho más que un espacio para preparar comida. Es un lugar de encuentro, de intercambio cotidiano, de rutinas que construyen recuerdos y crean tradiciones. Por eso, cuando diseño una cocina, sé que estoy diseñando mucho más que un ambiente: estoy dando forma a un pedacito de la vida de quien la va a habitar.
Diseñar una cocina es, ante todo, entender cómo se vive. Pensar en la funcionalidad real, la que responde a los hábitos y costumbres de cada casa. No hay recetas universales, pero sí principios que siempre funcionan: una buena circulación, una distribución inteligente del triángulo entre heladera, cocina y bacha, zonas de apoyo cómodas y espacio de guardado pensado al detalle. Es clave anticiparse: prever un lugar para el microondas sin que interrumpa la estética, tener cajones profundos para ollas pesadas, o una zona de desayunador que invite a empezar el día con calma. No es solo optimizar: es acompañar la vida diaria.
Pero claro, no todo es función. La cocina también habla de estilo. Refleja quienes somos. Hay quienes prefieren tonos neutros y materiales nobles, que transmiten calma y calidez. Otros se animan a los contrastes, al diseño más moderno, con líneas puras y colores definidos. Hay cocinas que abrazan apenas entrás, otras que inspiran orden y creatividad. Lo importante es que el diseño no sea una pose, sino una extensión sincera de la personalidad de quienes la habitan.
Y hay algo más, quizás lo más importante: el impacto emocional de habitar una cocina pensada con amor. Porque cuando un espacio está bien diseñado, no solo se ve lindo: se siente bien. Una cocina armónica reduce el estrés, mejora el ánimo y hasta invita a compartir más tiempo con otros. Es una inversión emocional. Un regalo silencioso que transforma lo cotidiano en disfrute. Porque en la cocina no solo se cocina: también se brinda amor.
Diseñar cocinas me encanta. Porque sé que en esos metros cuadrados se escriben muchas de las historias importantes de una familia. Y me honra poder darles forma.
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