Así como sus virtudes con la pelota lo llevaron a ser único, diferente y, a juicio de buena parte de la prensa y la opinión pública mundial, el más grande futbolista de todos los tiempos, Diego Armando Maradona también era un ser absolutamente distinto a lo normal fuera de la cancha. No hay quien atesore o comparta alguna anécdota personal con “El Diez” que sería de difícil credibilidad si el protagonista no fuese otro que él. Enumerar o explayarse sobre esas historias de vida reales sería inmiscuirse en un libro lleno de sorpresas, admiración, magia y fantasía a la enésima potencia.
Cual superhéroe de historietas, “El Diego” todo lo podía y lo pudo, y si no que lo testifiquen los Tifossi del Nápoli, una ciudad que cayó rendida a sus píes, o todos los argentinos que lo vieron brillar como ningún otro con la celeste y blanca en el pecho. Tampoco podemos excluir de la lista a los hinchas de Argentinos Juniors -el club que lo vio nacer-, Barcelona, Sevilla, Newell's Old Boys y Boca, todas las camisetas que él, “el hijo de Dios”, vistió durante sus 21 años de carrera profesional. Ni a las instituciones donde se calzó el buzo de DT, ese con el que pisó una cancha de fútbol por última vez, semanas atrás, justo en el día de su cumpleaños número sesenta.
Y si a cualquier futbolista que le tocó compartir una cancha con él, ya sea compañero o rival, recordará el momento como “inolvidable”, quienes lo frecuentaron en la vida cotidiana también quedaron subyugados por su áurea, su magnetismo y esa fidelidad absoluta a una forma de ser.
Diego difícilmente se olvidaba de alguien si lo cruzó alguna vez en su camino, y el repertorio de sus ocurrencias asomaba con la misma velocidad con la que se deshacía de un rival en el césped. Afable, cálido y compinche si su olfato sensorial se lo sugería, los excesos opacaron muchas de sus jornadas esplendorosas.
Cuántos secretos protegerá con legitimidad absoluta Guillermo Coppola (72) sobre la vida íntima de Diego, tanto de los que se pueden contar como de los que no. Su retiro de las canchas, celebrado con un partido de despedida en la Bombonera, en noviembre de 2001, pero efectivizado en octubre de 1997 durante un River-Boca en el Monumental, fue el comienzo de una ciénaga que, poco a poco, lo fue atrapando en sus redes. Su faceta de Director Técnico lo rescató de la oscuridad en varias oportunidades, aunque el golpe de la eliminación argentina, en Sudáfrica 2010, fue una afrenta de compleja digestión.
Un sinfín de personajes, entre oportunistas y quienes lo quisieron de verdad, lo acompañaron por una hoja de ruta tan vertiginosa como incierta y cambiante. Nadie de ese entorno era capaz de decirle que “no” a Maradona cuando la obsecuencia lo seducía, y su familia pasó a ser parte de una simbiótica relación de”amor-odio”.
Enfrentado jurídicamente con la mujer de su vida, Claudia Villafañe, fueron sus hijas, esas “nenas” a las que siempre invocó en sus juramentos, las que más bregaron en los últimos años por recuperar a su padre. Dalma (33) y Gianinna Maradona (31) crecieron con el convencimiento de ser las únicas herederas del astro, pero el tiempo las fue distribuyendo dentro de una línea sucesoria que siempre dio lugar a una sorpresa más.
Oficialmente, el ex futbolista reconoció a otros tres herederos: Diego Sinagra Maradona (32), fruto de su relación en Napoli con Cristiana Sinagra; Jana Maradona (24), producto de su romance con la moza Valeria Sabalain, y Diego Fernando Maradona (7), concebido con quien fue una de sus parejas más convincentes, Verónica Ojeda. Además, durante los cinco años que vivió en Cuba, entre el 200 y el 2005, Diego habría sido el padre de tres hijos de dos madres diferentes, aunque sus identidades nunca fueron validadas por el “Diez”.
Una vida personal intensa que tuvo como última compañera a la futbolista Rocío Oliva, quien después de separarse decidió reclamarle dinero a modo de indemnización legal. De Rocío se distanció a fines del año pasado, y en el presente año, su corazón se tomó un respiro aún más con la llegada de la socavante pandemia.
Si los años lo fueron haciendo cada vez más inmortal, sus recientes problemas de salud parecían formar parte de una historia conocida que siempre decantaba en “final feliz”. Sólo quienes estaban al tanto de los últimos acontecimientos se guardaban un lugar para la preocupación. Hasta que el hechizo se rompió. Su corazón dijo basta y, más allá de lo que digan las autopsias, sufrió las consecuencias de tanta revolución. La mortalidad aún no tiene remedio, y el hijo de Dios se encargó de confirmar que nunca lo tendrá.