La autoexigencia puede ser una aliada cuando nos impulsa a alcanzar metas con determinación y nos motiva a dar lo mejor. No obstante, cuando se convierte en algo extremo, nos conduce a ponernos objetivos inalcanzables, generando un estrés permanente. Es fácil caer en la trampa de pensar: “Si no logro esto, entonces no soy lo suficientemente bueno”. Esta presión no solo afecta nuestras emociones, sino que puede terminar dañando nuestra autoestima.
Imaginemos que te preparás intensamente para un examen y te termina yendo mal. Podrías interpretar ese momento como una confirmación de inseguridades previas, cayendo en pensamientos como “no soy capaz” o “nunca voy a ser suficiente”. Así, los fracasos se ven de manera absoluta. Y no dejamos mucho espacio para la autocompasión o el aprendizaje.
Además, estos pensamientos negativos pueden activar hábitos desadaptativos. Por un lado, el pensamiento todo-o-nada nos hace ver las cosas en blanco y negro: o es un éxito total, o es un fracaso rotundo. Por otro lado, la rumiación –esa costumbre de darle vueltas una y otra vez a nuestros errores– nos atrapa en un ciclo de insatisfacción. Hábitos como este no solo dañan nuestra autoestima, sino que también alimentan la ansiedad.
Entonces, ¿cómo romper este ciclo? Es clave aprender a valorarnos por quienes somos, independientemente de nuestros éxitos. Practicar la aceptación, entender que equivocarse es parte del crecimiento, y celebrar pequeños pasos para así evitar caer en una autoexigencia excesiva.
Recordá, tus logros no definen tu valor como persona. Poner metas alcanzables y reconocer esos pequeños triunfos ayuda a construir una relación más sana con nosotros mismos. En definitiva, aprender a tratarnos con amabilidad es el verdadero éxito.
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