Hay algo en una copa de whisky que detiene el tiempo.
No es solo el color —ámbar profundo, casi como un atardecer líquido— ni el aroma que se despliega con lentitud. Es esa extraña sensación de pausa. Como si el mundo bajara el volumen y te invitaran, por un momento, a escuchar otra cosa: algo más íntimo.
Muchos creen que el whisky es solo para expertos, para los que saben hablar de maltas, barricas, notas de cata. Otros piensan que es una bebida fuerte, dura, solo apta para paladares entrenados. Pero no es así. El whisky no exige conocimiento: pide curiosidad. No es una prueba: es un lenguaje. Y cualquiera puede aprenderlo.
¿Querés entrar en este mundo sin marearte? Empezá por una cosa simple: elegí bien tu primera botella. Que no sea la más cara ni la más compleja. Que sea amable. Un irlandés suave. Un escocés floral. Un bourbon dulce. Un whisky argentino con carácter. La clave no está en el precio, sino en la historia que empieza a contarte.
Después, probá comparar. Dos o tres estilos. No más. Servite una copa en silencio. Usá una copa tipo tulipa. No pongas hielo, al menos al principio. Tomate tu tiempo. O mejor: regalale tiempo al whisky. Porque el whisky, como una buena charla, necesita pausa.
¿Querés ir un poco más allá? Participá de una cata. No para aprender reglas, sino para escuchar mejor. Aprender a oler, a distinguir, a decir: “esto me gusta, esto no tanto”. No hace falta saberlo todo. Basta con prestar atención.
Porque el whisky no se estudia. Se vive.
Y sí, tal vez al principio no entiendas del todo qué estás tomando. Pero si escuchás con el cuerpo, si te abrís al momento, algo va a pasar. No va a ser inmediato. Pero va a ser tuyo.
Y ahí, justo ahí, empieza el verdadero viaje.
No cuando entendés lo que tenés en la copa, sino cuando dejás de buscar explicaciones… y empezás a sentir.
Porque en el fondo, el whisky no es otra cosa que eso:
una conversación entre vos y el tiempo.
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