jueves 10 de julio del 2025

Contra la resiliencia: amistad, ternura y desobediencia afectiva desde una mirada decolonial

En un mundo donde el dolor se convirtió en marca de mérito personal, la resiliencia florece como una virtud incuestionable. Resistir. Adaptarse. Ser fuerte. No quebrarse. Convertir la herida en superación. ¿Quién estaría en contra? Galería de fotosGalería de fotos

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Pero me pregunto: ¿acaso ese brillo épico no oculta una trampa? ¿La trampa de la privatización del sufrimiento y la glorificación de la soledad?

La resiliencia devino en un mandato hegemónico neoliberal y una racionalidad colonial. Produjo cuerpos útiles, aislados, entrenados para resistir sin molestar. El resiliente es el sujeto colonial moderno: autónomo, competitivo, desconectado del cuerpo, del territorio y de los otros. Bajo esta narrativa, cada golpe debe transformarse en una oportunidad individual, anulando cualquier análisis estructural. El dolor se deshistoriza y se privatiza: se vuelve un asunto de actitud. “Y bueno… si no le ponés onda”.

El dolor ya no se comparte: se gestiona. La ayuda no se reclama: se posterga. Y los vínculos son reemplazados por una autosuficiencia emocional idealizada. El resiliente es fuerte, es ejemplo, es el testimonio de que “el que quiere, puede”... si se concentra lo suficiente, sin mirar al de al lado. Leída así, la resiliencia se convierte en una ideología del abandono. Una verdadera pedagogía de la desconexión.

Ante esta maquinaria que fabrica subjetividades solitarias, propongo una respuesta poderosa y urgente: la ternura como práctica política, como desobediencia ante la deshumanización, como tejido capaz de reparar lo que la exigencia de superación personal quebró.

La ternura no es un adorno emocional. Es una ética relacional que desmantela el mandato de dureza. Que subvierte nuestra forma de estar en el mundo, interrumpiendo la lógica de la productividad. En tiempos de precariedad afectiva, cuando cuerpos y vínculos se mercantilizan, creo que es en la amistad donde la ternura alcanza su mayor potencia política.

Pero no cualquier amistad: no la light, funcional o episódica. Hablo de una amistad como proyecto afectivo y ético, que desafía la estructura monogámica de los vínculos y desjerarquiza las formas del amor.

Es urgente liberar la intimidad del monopolio de la pareja. Ser románticas con nuestras amigas. Cuestionarlas con ternura. Acompañarlas como acompañaríamos a un amor. Construir futuros juntas.

¿Por qué solo cuando la pareja deja de ser el centro gravitacional de nuestras vidas nos animamos a hacer florecer otras formas de amor? ¿No fue acaso centralizar el proyecto vital en la pareja una de las estrategias más eficaces del proyecto colonial para legitimar relaciones de poder?

Los pueblos originarios siempre supieron que el dolor no se lleva solo. Que no hay resistencia sin comunidad. Que sanar es un acto colectivo. La ternura es una política ancestral que, frente a la imposición del sujeto fuerte y autónomo, rescata la memoria de los cuidados circulares: una resistencia tejida en ronda.

¿Será que recuperar esa sabiduría es también decolonizar la forma en que sentimos y nos vinculamos?

Frente a la resiliencia individual, propongo ternura organizada. Frente a la adaptación solitaria, amistad radical. No porque falte fuerza, sino porque elegimos militar otra forma de vivir y de amar.

En un mundo que nos quiere fuertes, pero solos, apuesto por la fragilidad compartida como semilla de una revolución que despierte la melancolía donde nos (des)encontramos.


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