Una de las primeras cosas que aprendés es que nadie te dice qué hacer. Sos vos con todo: las decisiones, la organización, los planes. No hay jefes que te orienten y eso, aunque suene genial, a veces se vuelve caótico. Siendo freelancer, si vos no avanzás, nada avanza.
Otro de los desafíos es el ingreso variable. Al principio cuesta adaptarse a no tener un sueldo fijo todos los meses. Requiere aprender a organizarte mejor y tener paciencia, porque los resultados no llegan de un día para el otro. Lo bueno es que no hay un techo, como sí suele haber en un trabajo en relación de dependencia. Los primeros meses —o incluso años— pueden ser desafiantes, pero con el tiempo podés llegar a ganar lo mismo o más, haciendo lo que te gusta y manejando tus propios tiempos.

Y otro punto clave es lo difícil que puede ser poner límites. Cuando tu trabajo y tu vida están en el mismo espacio, los horarios se mezclan. A veces te encontrás respondiendo mensajes a las diez de la noche o editando contenido un domingo “solo un ratito más”. Ser freelancer te obliga a aprender a desconectarte, porque si no lo hacés vos, nadie lo va a hacer por vos.
Elegir tu propio camino no es lo más fácil, aunque desde afuera parezca lo contrario. Quedarte en lo conocido tiene su comodidad; en cambio, animarte a crear tu propio proyecto te saca de la zona de confort todos los días. Pero también te da algo muy lindo: la posibilidad de construir una vida más alineada con lo que querés.
Y si tuviera que resumir qué me ayudó a atravesar todo esto, diría que fue trabajar mi mentalidad y mi organización interna. Entender que si quiero libertad afuera, necesito estructura adentro. Aprender a poner límites, a confiar en mis tiempos y en mi proceso. Ser freelancer no es tenerlo todo claro, sino seguir eligiéndolo incluso en los días en los que nada sale como esperabas.
Si llegaste hasta acá y hace tiempo estás pensando en lanzarte por tu cuenta pero te da miedo, escribime que te ayudo. Yo estuve ahí.
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