La Pecera, le decían a una sala de hospital donde acompañé a un familiar. Un cuarto de paredes de vidrio, pegado a enfermería, donde se alojaba a quienes necesitaban observación constante. Todo podía verse, nada tocarse. Un espacio sin secretos, donde los cuerpos se volvían visibles hasta la transparencia. Allí descubrí una teatralidad involuntaria: gestos, repeticiones, caídas. Era un teatro sin público ni aplausos, pero con una intensidad que aún me atraviesa.
Pienso a veces que mi vida ha estado marcada por la tragedia. Quizá por eso busco lo tragicómico, ese humor oscuro que permite bordear el dolor sin hundirse en él. Desde adolescente, cuando mi madre enfermó de cáncer, conviví con la transformación del cuerpo. Fui testigo de cómo su modo de caminar, de respirar, de mirar, se alteraba lentamente. Esa fue mi primera lección de antropología teatral: comprender que cada mutación física repercute en la emoción, en la voz, en la mirada. El cuerpo, antes que cualquier palabra, es el verdadero escenario de lo humano.
Años después, volví a convivir con la fragilidad, esta vez en un hospital psiquiátrico acompañando a un familiar. Dormía en un sillón marrón, con el tapizado roto, en aquella sala acristalada llamada la pecera. Las puertas enormes, color naranja opaco, se abrían con código. Cada cierre resonaba como un estruendo, un recordatorio del encierro. Una noche, un hombre gritó “¡quiero mi refuerzo!”, fingiendo un desmayo teatral ante la negativa del enfermero. Otro joven se asomaba por el marco de la puerta y repetía: “Yo te hice algo”. Su medio rostro visible se volvía una máscara.
En medio del miedo, empecé a registrar en una bitácora los movimientos, los equilibrios, los pesos, las caídas. Lo que me inquietaba eran los cuerpos: sus direcciones, su manera de resistir o ceder, su relación con la gravedad. Descubrí que cada modificación física alteraba también la manera de hablar, de mirar, de estar en el mundo.
Con el tiempo, el registro se transformó en método. Organicé lo observado en lo que llamé leyes compositivas: principios que articulan cuerpo, voz y acción. Así surgieron estas texturas corporales: El zombi explora la rigidez y la fragmentación; el viejo, la lentitud y la inestabilidad; el esqueleto, la oposición entre cadera, pecho y cabeza; y Yurei el flotar y la transparencia inspirada en los fantasmas japoneses. Distintas cualidades físicas que permiten componer personajes desde la biomecánica del movimiento. Cuando un cuerpo trabaja una textura —como si se moldeara desde adentro—, la voz se reconfigura, encuentra otro cauce, como el agua que toma la forma de la jarra.
Mi método nace de mirar cuerpos al borde del colapso y reconocer en ellos una sabiduría física, formas de estudiar cómo la materia humana se equilibra en el límite, cómo se reorganiza cuando todo tiembla.
Recuerdo mi cuerpo sentado en aquel sillón roto, atento, permeable, sensible, aprendiendo a respirar en la pecera, como un pez fuera del mar. Pienso ahora que ese estado de alerta —esa mezcla de miedo y atención— es también el estado del actor. Cuando el mundo se vuelve inestable, el cuerpo que actúa busca su propio centro. Y quizá en esa búsqueda, el teatro y la vida se confunden: ambos son un modo de seguir respirando bajo la mirada de los otros y eso para mí es presencia.
Ariana Caruso
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