Se fue apagando poco a poco, una manera inconsciente de ir despidiéndose de todos sus afectos ordenadamente. Porque si había una característica que distinguió durante sus 87 años a “Don Diego” Maradona fue el papel preponderante que le dio en vida a los sentimientos. Nada había más importante para él que la fuerza del corazón, y cuando Don Diego quería a una persona no había argumentos para impedírselo. Ni siquiera le importaba que su agraciado hijo estuviese distanciado de alguien, como pasó en su momento con Verónica Ojeda (34), para que dejara de escuchar los incondicionales mandatos de su corazón. “Me siento orgulloso de decir que es la persona más buena que conocí en la vida. Vos lo ves a mi viejo y te despierta una ternura increíble, paz tranquilidad”, declaró siempre su hijo más famoso, quien no dudó en confesar que “lo único que quiero es parecerme un poco a mi papá”.
Diego Maradona nació el 12 de noviembre de 1927 en Esquina, Corrientes, y en esas tierras mesopotámicas conoció a la mujer de su vida, Dalma Salvadora Franco, más recordada como “Doña Tota”. Se casaron, se mudaron a Villa Fiorito, y “Chitoro”, su apodo de la infancia, trabajó moliendo huesos en Tritumol desde las cuatro de la madrugada a las tres de la tarde. Uno tras otro fueron llegando los ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres. Diego Armando (54) fue el quinto y el primer varón, un ser iluminado que convirtió al apellido Maradona en una de las palabras más famosas del planeta. “Algo que dije siempre, es mejor hijo que jugador. Como mi hijo no hubo ninguno, y no va a haber otro igual”, se le escuchó decir en una de las pocas veces que se expresó públicamente. Porque “Don Diego” fue un hombre de bajo pérfil y pocas palabras, así como también de una sonrisa permanente. Los gestos adustos no formaban parte de su libreto, aunque Diego haya comentado, en otra de sus tantas frases mardonianas, que “también es humano, y cuando no le gusta algo pone primera”.