Gestionar las emociones no significa reprimirlas ni evitarlas, sino aprender a reconocerlas, darles un sentido y expresarlas de manera adecuada. Este proceso comienza por desarrollar la conciencia emocional, es decir, la capacidad de detenerse y preguntarse: ¿Qué estoy sintiendo ahora mismo?
Un punto clave es el cuerpo, porque suele ser el primer lugar donde las emociones se manifiestan. El corazón que late rápido antes de un examen, las manos sudorosas frente a una conversación difícil o el nudo en el estómago al sentirse rechazado son señales físicas que hablan de una emoción presente. Prestar atención a estas sensaciones corporales permite identificar más rápido qué emoción está en juego.
Al reconocer la emoción, también aparecen los pensamientos asociados. Por ejemplo, si un adolescente siente miedo, quizá piense: “No voy a poder” o “Me van a juzgar”. Si aparece la alegría, puede surgir el pensamiento: “Esto me gusta, quiero repetirlo”. De esta manera, emoción, cuerpo y pensamiento forman un sistema que se retroalimenta constantemente.
Estas reflexiones no surgen solo de la teoría. A lo largo de los talleres que realicé con adolescentes, pude observar cómo, al guiar instancias de autoexploración corporal y emocional, ellos mismos llegaban a estas conclusiones: que el cuerpo es el primer canal que les habla, que las emociones traen mensajes importantes y que los pensamientos pueden potenciar o limitar la experiencia. Como coach, acompañarlos en este descubrimiento me permitió ver el enorme valor de brindarles herramientas para que aprendan a gestionarse desde adentro hacia afuera.
Fomentar esta práctica en los adolescentes es darles un recurso valioso para la vida: les ayuda a mejorar sus relaciones, a manejar la ansiedad, a aumentar la autoestima y a tomar decisiones más conscientes. Además, les permite descubrir que no son “víctimas” de lo que sienten, sino protagonistas capaces de transformar su experiencia.
Enseñar a los adolescentes a habitar su cuerpo, reconocer sus emociones y comprender sus pensamientos es una forma de cuidarlos y prepararlos para el futuro. Porque gestionar las emociones no solo los ayuda en la adolescencia, sino que siembra las bases para una adultez más plena, equilibrada y auténtica.
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