La lluvia golpea el techo y me invita a un momento de calma, tan necesario en el ruido constante de la ciudad. Diciembre mezcla caos y reflexión, correr y detenerse.
Miro las gotas en el vidrio: algunas llegan al borde, otras se deshacen antes. Parece una pavada, pero de detalles y rituales también está hecha la vida.
Escuchar la lluvia de noche es un acto inspirador. En el silencio de la casa, el tiempo se suspende. Se hace agua. Se hace centro.
Siempre hablo del centro del cuerpo: ese punto misterioso a la altura del ombligo donde se cruzan la emoción, la memoria y la acción. El eje que nos sostiene cuando todo alrededor se mueve. Es, también, el lugar donde nace la voz, el impulso, ese fuego que no podemos frenar.
Cuando me enteré de mi embarazo, lo primero que pensé fue: quiero un parto que respete ese centro. Soñaba con lo más natural posible, con parir en mi casa. Y así transcurrió la gestación: acompañada por parteras, controles en casa, todo con la menor intervención posible.
Yo creía que iba a decidir cada detalle. Una noche me levanté y sentí agua correr entre mis piernas. Había roto bolsa. El color del agua nos llamó la atención. Cuando llegó la partera, nos confirmó lo que ya habíamos googleado: cesárea de urgencia.
Boris tuvo un nacimiento de esos que no se narran en publicidades ni en libros de tapa color pastel.
Una cesárea te abre siete capas del cuerpo para que la vida salga. Siete. En este caso, además, fue violenta. Capas de piel, tejido, músculo, membranas… y también capas de sentido. Te abren el centro, ese núcleo que para mí siempre fue territorio sagrado.
Sentí que me habían cortado el eje.
Ya pasaron casi tres años y recién ahora empiezo a sentir que el cuerpo entra en un proceso real de reparación. Llevo en el centro una línea que corta la historia en dos.
Mientras volví a entrenar, descubrí algo fundamental: ¿Cómo retornar a vos cuando te han tajeado el centro?
Y ahí apareció, otra vez, mi método. Potenciá tu presencia escénica® nació de años de explorar cómo el cuerpo guarda, evoca y decide. Pero ahora se convirtió en un acompañante para este renacer. Porque trabajar sobre el centro no es solo fortalecer abdominales profundos: es aprender a escuchar lo que quedó suspendido.
En mi poética, el centro es donde nacen los impulsos. Es el espacio donde se organiza lo que somos, donde se abre la percepción, donde se vuelve posible la disponibilidad emocional sin desbordarse. Donde la voz se apoya sin lastimarse, donde habita la fuerza que sostiene la confianza.
Después de mi cesárea tuve que reaprender a entrar en mi cuerpo como quien entra a una casa desordenada por otros. Empecé por lo simple: respiración baja, mano sobre la cicatriz, escucha del movimiento interno. Y entendí que la potencia también nace de lo quebrado, de lo que pide cuidado.
Hoy, mi entrenamiento parte de este nuevo entendimiento: el centro es un territorio que se transforma. Me gustaría ser de esas mujeres que se tatúan una mariposa sobre la cicatriz, pero no. La miro y todavía me da un poco de bronca que las cosas no hayan sido como yo quería. De a poco aprendí a aceptar que la vida no es siempre lo que una desea.
Volver al centro es volver a habitarme. Es dejar que el cuerpo cuente su historia sin vergüenza. Es permitir que la cicatriz, en vez de tajo, se convierta en puente.
Y ahí estoy. En ese camino. Aprendiendo que el centro, incluso después de ser abierto, puede volver a ser hogar y que ese tránsito, para mi, es presencia
Ariana Caruso
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