Todos tenemos un viaje que empieza en casa: en la familia, en los vínculos más cercanos, en esas primeras experiencias que nos enseñan a confiar, a amar… y también a sentir dolor.
Muchas veces pensamos que lo que nos pasa hoy no tiene relación con aquel pasado, pero lo que callamos, lo que no resolvemos o lo que arrastramos sigue hablándonos en el presente.
Los vínculos son nuestro primer espejo. En ellos descubrimos fortalezas y heridas. A través de las relaciones con los demás, aprendemos a reconocernos, pero también nos enfrentamos a vacíos, silencios y expectativas que no siempre pudimos cumplir.
Nuestra personalidad se forja en ese entramado familiar. Adoptamos creencias, emociones, formas de actuar y hasta síntomas que parecen heredarse. A veces cuesta diferenciarse, elegir un rumbo distinto, atreverse a vivir una vida propia. Cuando los dolores familiares nos atraviesan, pueden nublar nuestro crecimiento y hacernos sentir atados a un destino que no elegimos.
Sanar no es borrar la historia ni negar lo vivido. Es resignificar: darle un nuevo sentido, mirar con compasión a quienes nos rodearon y también a nosotros mismos. Al reconciliarnos con nuestra raíz, dejamos de repetir patrones y empezamos a escribir un camino más libre y auténtico.
La infancia es un territorio fundamental en este proceso. Allí se siembran las bases de la autoestima, de la seguridad emocional y de la forma en que aprendemos a vincularnos con otros. Un niño que crece en un ambiente de respeto, escucha y amor, probablemente será un adulto que confíe en sí mismo y en los demás. Por el contrario, quienes atravesaron carencias afectivas suelen arrastrar inseguridades que reaparecen en la vida adulta.
En cada consulta descubro que, detrás de la ansiedad, la desconfianza o incluso el cansancio crónico, suele haber un hilo invisible que conecta con emociones y experiencias no resueltas. Reconocerlo abre la puerta a una sanación profunda y duradera.
Este viaje no termina. Al identificar lo que nos ata, comenzamos a liberar lo que nos pertenece: nuestra voz, nuestra fuerza y nuestra historia propia. Honrar nuestra infancia, reconciliarnos con la familia y comprender el origen de nuestros vínculos es un acto de amor y valentía. Porque sanar lo vivido no solo transforma nuestro presente, sino que también abre nuevas posibilidades para las generaciones que vendrán.
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