Comenzar a presentarme no es tarea fácil, menos aún responder a la pregunta de quién soy. Soy psicóloga, sí, pero eso no significa que lo tenga todo resuelto ni que tenga todas las respuestas. A veces creemos —o mostramos— que es así, pero no lo es, y está bien que no lo sea. En psicoanálisis lo llamamos “estar en falta”: reconocer que no sabemos todo.
¿Qué puedo contar de mí? Además de mi profesión, me apasiona el psicoanálisis y lo sigo eligiendo como eje de mi práctica, aunque también me estoy formando en otras corrientes, como la cognitivo-conductual. No creo que haya un único camino posible: cada encuentro terapéutico es único. Y si bien no respondo al “ya” ni a la inmediatez, reconozco que la clínica actual exige otros tiempos y que es valioso poder sumar herramientas que acompañen en el corto plazo cuando el psicoanálisis no alcanza.
Podría enumerar cursos y especializaciones, pero siento que eso no me define. Prefiero contarles algo más humano: soy sensible, muy expresiva, también insegura aunque no siempre se note, y exigente, tanto que a veces puedo ser mi primera enemiga. Trabajo en eso: voy a terapia hace más de ocho años y seguiré haciéndolo, porque es un camino que me permite seguir descubriéndome. Todavía me estoy buscando, conociendo qué me gusta, qué quiero, qué lugares no quiero habitar más y cuáles sí, qué tipo de hija, hermana, amiga o pareja quiero ser.
Hay algo que atraviesa tanto mi vida como mi clínica: “El lenguaje nos preexiste”, decía Lacan. Desde antes de nacer ya somos hablados por otros, cargamos con sus palabras, expectativas y proyecciones. Esas etiquetas nos van marcando, nos arman un “yo soy así”. Pero entonces aparece la pregunta: ¿cuánto de lo que somos es realmente nuestro y cuánto es reflejo de lo que otros dijeron de nosotros? Ese es uno de los ejes de mi trabajo: acompañar a cada persona a encontrarse con su propio deseo.
Y acá quiero sumar algo muy personal, que me define profundamente: no vine al mundo sola. Soy melliza. Esa frase la dije una vez casi sin pensar, pero después me di cuenta de todo lo que encierra. Nacer con un otro no es solo compartir un útero: es compartir los primeros latidos, los primeros silencios, las primeras miradas. Es crecer con alguien al lado desde antes de saber quién soy. Mi melliza, Julieta, es una parte inseparable de mí. No hablamos de mitades ni de “medias naranjas”: somos distintas, sí. Pero una parte de cada una le pertenece a la otra.
Tal vez por eso, la soledad pesa distinto. Tal vez por eso, la necesidad de amor se siente más intensa. Porque si la existencia empezó en compañía, ¿cómo se aprende a estar solo/a?
Esta es mi vivencia, pero también una invitación a pensar en esas marcas tempranas, en cómo llegamos al mundo y cómo eso puede influir —aunque no lo notemos— en nuestra manera de amar, de desear y de sostener vínculos.
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