La cita fue en el piso de Belgrano, donde Anna del Boca vive con su madre, Andrea y su abuela, Ana María. El mismo lugar donde cientos de veces entrevisté a la reina y embajadora de las telenovelas argentinas. Ya no está el gran cuadro pintado al óleo donde se la veía adolescente, con el pelo largo y una mirada lánguida y distendida. Algo en esa casa cambió. La luz entra por un gran ventanal, y muy cerca de donde realizaremos la entrevista, y arriba de un hogar, hay un cofre con las cenizas de Nicolás del Boca, el hombre que dejó una estela en la vida de estas mujeres, calificadas como integrantes de un clan, pero que sólo se trató de un pacto de amor familiar que durante décadas se protegieron del entorno resguardando los valores que ellos forjaron a través de la educación y la decencia.
El patriarca hace un año dejó esta vida pero sigue palpitando en el corazón de quienes lo aman. Su nieta lo definirá como un ángel.
Como el ser que la guía y tiene presencia aún en la ausencia. Anna es simple, tiene la voz frágil y el susurro de su madre. Por momentos me confunde – lo reconozco— y creo estar hablando con quien fuera una estrella de cine a los seis años. Pero no, es ella. Es su única heredera la que hoy, con sus 18 años recién cumplidos, da la cara y pone el acento en las palabras. No sólo se trata de su primera nota pública, sino que hay algo más profundo para resaltar. Es la primera vez que puede contar la versión de su propia historia en tiempo real y presente.
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A pesar de que su madre está en la casa, deja que su hija sea la protagonista absoluta de su propia novela, dicho con respeto y para agudizar más las escenas de esta confesión. Se define como la hija de la llorona. Y motivos no le faltan, vulnerable y de una sensibilidad plena, escucharse la llena de lágrimas y de dolor. Pero al mismo tiempo, se enfrenta con una historia que comenzó hace tiempo – cuando su progenitor, Ricardo Biasotti se separó de su madre apenas enterado de su llegada— y tuvo que lidiar con jueces, abogados y regímenes de visitas que en más de una oportunidad terminaron en denuncias y escándalos públicos.
Pero volvamos con Anna. Su presencia es dulce y de buenos modales. No titubea. Llora, sí, pero también de emoción y de alivio. Siente que ahora es su momento. Que llegó, finalmente, la hora de redimirse para gritar quien es, de sanar sus heridas y renacer de la oscuridad a través de su propio arco iris.
— ¿Tenía muchas ganas de hablar…?
—Vengo contando los días desde que tenía seis años. Me cansé de vivir rodeada de psicólogos y jueces. No puedo precisar la cantidad de veces que tuve que hablar con los psicólogos. Era muy chiquita, y yo pensaba que si tenía que ir tantas veces era porque no estaba bien mentalmente. ¿Estaba loca? ¿Era una enferma mental?
—¿Por qué dice que viene contando los días para poder hablar?
—Los días para sentirme libre. En libertad.
—¿Por qué lo dice…?
—Siempre, y digo, desde muy pequeña, tuve la libertad de pensamiento. Mi madre me dio esa libertad de sentir y de tener opinión. Y precisamente ese legado es lo que me transformó en un ser independiente, con pensamientos propios. Ser yo. Pero en estos años, sentí que estaba en una cajita, gritando, y que nadie me escuchaba. Para mí, siendo tan niña, ir a un juzgado, era un montón, demasiado. Me sentí analizada. Todo muy invasivo. Yo jamas mentí, porque nunca tuve nada que esconder. Pero estaba atemorizada de decir algo, inclusive un chiste, y pensar que me podían alejar de mi mamá, de mi familia. Quitarme la felicidad, mis verdaderos amores. Todas las noches lloraba. Y le preguntaba a mi mamá el por qué…
—Siempre fue consciente que durante estos años usted no podía aparecer públicamente en los medios y mucho menos dar alguna declaración por orden del juez…
—Sí, y me daba mucha impotencia. Yo con esta medida sentía que no podía ser yo misma. Que no podía gritar todo lo que quería decir. Encima, en la escuela no la pasaba nada bien…Ser hija de tiene sus privilegios, sino este espacio hoy no lo tendría, pero también tiene sus cosas feas, están los prejuicios, y esas imágenes erróneas que la gente puede tener de uno con la libertad de decir lo que quiera sin saber ni conocerte. La escuela fue una pesadilla. Los domingos a la noche lloraba del dolor y la angustia que me provocaba volver.
—¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
—Crecí llena de amor. Para mí, haberme criado en una familia tana, fue y es todo. Tocás a mi familia y fuiste, corto mano corto fierro, diría papi (se refiere a su abuelo, Nicolás del Boca). Fue una infancia difícil por lo que vivía en la escuela, lloraba abrazada a mi mamá, no quería ir. No me sentía segura de mí, y encima con el tema del juzgado, que no me ayudaba a sentirme completa. Tuve un defensor de menores casi diez años. El siempre estuvo a la par mía, siempre me ayudó, pero los tiempos de la justicia no son los tiempos de uno.
—¿Cómo era Anna de niña?
—Siempre me gustaron las cámaras, tuve el privilegio de nacer en una familia de artistas. Está en mi sangre. Me gustaba robarle la cámara a papi y él siempre oficiaba de presentador para que yo hiciera mis propias presentaciones. Tenía un disfraz de Ariel, de La Sirenita. Desfilaba y actuaba. Heredé la pasión de la fotografía y la dirección de cámaras de papi, y el amor hacia la actuación de mi madre.